Don José Miguel Gambra en su magnífico libro “La sociedad tradicional y sus enemigos” caracteriza al Carlismo de la siguiente manera: “El carlismo no se reduce a teoría, ni tampoco a añoranza, tampoco es un partido, sino la agrupación de sublevados más radical y constante que nunca ha existido contra el liberalismo, contra sus desmanes, sus usurpaciones y sus secuelas ideológicas, políticas y económicas”. Con ello el profesor Gambra no hace sino recoger el sentido de lo escrito por el Jefe Delegado de S.M.C Carlos VII, Manuel Polo y Peyrolón: el carlismo “ha sido, es y será siempre en España una protesta viva, completa, entusiasta, armada a veces, contra toda especie de liberalismo”. Don Francisco Canals lo sintetiza de la siguiente forma: “Carlismo” menciona la lucha española por la tradición en su concreción histórica y social”. El profesor Álvaro d´Ors afirma que “el carlismo es la lealtad que pretende hacer legal la legitimidad”. Rafael Gambra señala «el carlismo ha sido el fondo político de España, el recuerdo y pervivencia de la multisecular monarquía de un país, una solución concreta y humana de posible realización, una legitimidad dinástica». Finalmente Francisco Elías de Tejada nos ha dejado la ya famosa y clásica definición en “Que es el carlismo” diciendo que es la conjunción de tres aspectos; es un fenómeno dinástico, ligado al legitimismo; es una continuidad histórica, la de las Españas; y es una doctrina, el tradicionalismo.
El carlismo es por tanto un movimiento esencialmente político y social, con un objetivo claro, concreto y preciso: la restauración de la tradición mediante el restablecimiento de la monarquía, que nuestros clásicos adjetivan de “social y representativa”. Su objetivo político, lo lleva implícito en su propio nombre, “carlismo”, y lo deja claro en su himno, la marcha del Oriamendi: “que venga el rey de España a la corte de Madrid”. Es decir, restablecer el marco político e institucional; los cauces que hagan posible la «inmensa reconstrucción social y política, en el que puedan tener cabida todos los intereses legítimos y todas las opiniones razonables», como dijo Carlos VII en 1869: La monarquía federativa y la unidad católica. El carlismo no es pues, «un romanticismo”, «una vuelta al pasado», “una forma de ser”, «una estética”, “una espiritualidad”, “un espíritu clásico”, «un sentimiento», “un conservadurismo”, ni «una opción de los católicos en la vida pública”, ni “el partido de los católicos”, ni defiende unos “principios no-negociables sobre la familia y la vida”, ni es un «partido de derecha», ni «un nacionalismo español», ni «un partido fuerista» ni siquiera una «ideología». Es al contrario, un objetivo político concreto al servicio del restablecimiento de la Tradición y del Reinado Social de Cristo. Por todo ello, el legitimismo es esencial al carlismo, al de ayer, al de hoy y al de siempre. Sin legitimismo no hay carlismo. Carlismo significa lealtad encarnada en un Abanderado de la Tradición regio y en un instrumento político concreto; la Comunión Tradicionalista, para la continuidad del combate contra-revolucionario frente al liberalismo y que hoy es el enfrentamiento contra la usurpación de esta «república coronada» que padecemos en España.
El enemigo actual del carlismo se concretiza en la democracia-liberal que funciona como una «partidocracia», una dictadura de los partidos políticos que dividen y enfrentan a la sociedad, secuestrando la representación social e imponiendo sus agendas ideológicas mas abyectas y aberrantes. Además cabe definirla como una oligarquía plutocrática fiel a los poderes financieros apátridas y mundialistas, que arruinan y empobrecen a nuestro pueblo, sirviendo sólo al poder del Dinero. Plutocracia tanto por la relación existente con el capitalismo como forma económica del liberalismo, como por la tendencia de los políticos a vivir únicamente de la política y a subirse desmesuradamente sus sueldos. Todo ello sustentado sobre un consenso, que es producto de una manipulación demagógico-propagandística sobre una masa atomizada y desvertebrada, pulverizada social y culturalmente. Tal es el régimen del 78, que destruye y envilece a nuestra Patria.
«Bajo el título de tradicionalismo hay mucho turbio y equívoco, hasta el extremo de cobijar los que, si en su día fueron secuaces de la buena Causa, hoy andan perdidos por laberintos de liberalismo.
Sobre todo por haber olvidado que la legitimidad es la garantía del contenido ideal, algo así como el tapón precintado del vino de marca. Ya se sabe: salta el tapón y no hay quien responda del vino. Lo más natural es que se corrompa. Carlismo, pues, de pura legitimidad, pues sin ella las ideas se corrompen. Por algo el posibilismo, que cierra los ojos a las exigencias de la legitimidad, suele ser el peor enemigo de la Causa»
(Álvaro d’ Ors. Revista Montejurra nº22)
“La monarquía, como una esperanza remota, porque antes hará falta un gobierno fuerte, provisional, que reconstruya el país y que establezca una constitución para que pueda venir el rey”. Es decir, que la monarquía no es salvación, sino náufrago al que se ha de salvar. Los salvadores son ellos, un gobierno cualquiera, los más acreditados del demos, una república, el mando de muchos para restablecer la vida pública. Luego, esperanza remota…, cuando ya todo está construido, se pone como remate el adorno de un rey. ¡No sirve para otra cosa! Ese es el rey del régimen democrático constitucional y los que así piensan son revolucionarios hasta la médula aunque no lo sepan»
(Luis Hernando de Larramendi ‘Cristiandad, Tradición, Realeza’)
«El carlismo tuvo arraigo popular gracias a su legitimismo dinástico, de tal modo que sin este hecho difícilmente hubiera aparecido en la historia española un movimiento político semejante, aunque su principal y más profunda motivación fuera religiosa. Podríamos encontrar semejanzas con otros movimientos antirrevolucionarios como la Vendée, los tiroleses de Austria o los cristeros de México. Pero estos casos, después de haber fracasado su levantamiento militar desaparecen como movimientos políticos. El carlismo, por el contrario, reaparece en la vida política española tras varias derrotas militares y largos períodos de paz en que se afirma que ha perdido toda su virtualidad. Se explica esta diferencia por el hecho de que la defensa de los principios político y religioso está íntimamente unida con la causa dinástica. Por ello Cuadrado puede afirmar que si ésta desapareciera su presencia se refugiaría “en las regiones inofensivas del pensamiento”.
Si se tratara de encontrar el medio para que desapareciera definitivamente el carlismo de la escena política española, habría que seguir aquella política que se propone desde El Conciliador. Hacer que desaparezcan las motivaciones dinásticas y de este modo se habrá conseguido que el carlismo no represente un permanente peligro de desestabilización política”.
(José Mª Alsina Roca. El Tradicionalismo Filosófico en España)
«Tal fue el caso de la tradicional monarquía española, por más que se haya querido ver en su historia una evolución constante y uniforme hacia la desaparición de las libertades y autonomías locales y sociales. Como dijimos, en poco o nada había variado de hecho nuestra organización municipal y gremial desde los primeros Austrias hasta Carlos IV, al paso que, desde la instauración del régimen constitucional, varía el panorama en pocos años hasta resultar hoy casi desconocida para el español medio la antigua autonomía foral y municipal.
La monarquía viene a ser así la condición necesaria de esa restauración social y política. Si todas las sociedades e instituciones que integraban el cuerpo social eran hijas del tiempo y de la tradición, en el tiempo y en la tradición deberán resurgir. Su restauración debe ser, necesariamente, un largo proceso. Para que se realice, se necesita de un poder condicionante que se lo permita y que las encauce y armonice en un orden jurídico. La Monarquía es la única de las instituciones patrias que puede restaurarse por un hecho político, inmediato; y ella es, precisamente, ese poder acondicionador y previo. En frase de Mella,
la primera de las instituciones, que se nutre de la tradición, y el canal por donde corren las demás, que parecen verse en ella coronada»
(Rafael Gambra. La monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional)
“Si esto es así, las exigencias de la restauración recorrerían un proceso inverso al que impuso la historia, y esta inversión del proceso parece imponerse en vista de la necesidad de romper, en primer lugar, las estructuras político-financieras de los poderes que dirigen la revolución y que hacen prácticamente imposible la restauración desde abajo. El poder estatal creado por la revolución es tan exclusivo, tan absoluto, que no se puede soñar con restaurar el orden social si no se comienza por poner los resortes de ese poder en las manos encargadas de la misión restauradora”.
(Rubén Calderón Bouchet)
El carlismo, como movimiento político no debe pretender suplantar el papel y la misión que corresponde a la monarquía, en la tarea de reconstrucción social, si cayera en esa tentación se convertiría en un mero partidito mas, e incluso en una «ideología». Y lo mismo hay que decir respecto de la Iglesia, el carlismo tampoco tiene como misión el evangelizar,, no es una cofradía religiosa. Aunque sea un movimiento radicalmente católico.
“Quien curara los dos plagas políticas que nos destruyen desde hace cien años: anarquía administrativa, anarquía estatal, Estado sin autoridad y administración dueña de todo, curará también el principio de nuestras miserias. Somos monárquicos porque consideramos que la monarquía es la única capaz de operar una y otra medicación” (Charles Maurras)
Juan Vázquez de Mella habla de los tres dogmas nacionales de esa tradición de Las Españas: 1-la tradición religiosa expresada en todos los Códigos y en las grandes empresas nacionales. 2-La monarquía que presidió y sirvió de unidad y canal a esa tradición y 3-el fuerismo, el espíritu corporativo y regionalista que brotan espontáneamente en todas las regiones y expresan la soberanía social. Para concluir que quien acepte estas tres tradiciones esenciales, y en lo que tienen de esencial, es tradicionalista, quien las rechace, altere o mutile, no lo será, aunque se lo llame.
Es muy sencillo, siendo Donoso Cortés, (en su segunda época) un pensador tradicional, a nadie se le ocurriría llamarle carlista; por la sencilla razón de que no fue legitimista. De la misma forma los carlistas de la época de Don Jaime son conocidos y se llamaban a sí mismos Jaimistas y los más recientes de Don Javier, Javieristas. Y hoy en día los carlistas son los sixtinos. Ni los llamados mellistas o integristas reclamaron el nombre de carlistas. Esa es la unidad esencial entre carlismo y legitimismo. Si se renuncia al legitimismo, lo resultante no es más que un solo mero partido político mas y evidentemente no merece el nombre de carlista. Las lealtades son siempre personales, encarnadas y en el carlismo esa lealtad es signo de continuidad. El carlismo es mucho más que un sentimiento, es una LEALTAD ENCARNADA EN UNA DINASTÍA AL SERVICIO DE UNA CAUSA. Ni carlistas “vergonzantes”, ni meramente religiosos-integristas, sino CARLISTAS DE UNA PIEZA, como nos ha enseñado Rafael Gambra en su conocida tipología en unas páginas bien expresivas y clarificadoras.
Claro, y todas los demás elementos: fueristas, religiosos, patrióticos reivindicaciones sociales o económicas , son la sangre que fluye y alimenta dentro de ese legitimismo monárquico que les da unidad, continuidad, concreción y operatividad política. Legitimad de origen y de ejercicio.