En varias ocasiones, en artículos y libros, me ocupé del evidente y contumaz fracaso de las instituciones liberales y democráticas en España. Este fracaso constituye una realidad persistente, repetida, clara y sangrienta que constantemente nos ofrece la historia contemporánea, desde las Cortes de Cádiz a la actualidad.
Las instituciones liberales y democráticas fueron importadas de Francia e Inglaterra por unos políticos teorizantes y extranjerizados a principios del siglo XIX. Desde entonces, de una u otra forma, desde el conservadurismo isabelino a las dos republiquetas convulsas y varios ensayos demosocialistas, este fracaso ha subsistido de manera bien evidente. Pues bien, es innegable y a la vista está por la realidad y la experiencia de tan largo lapso de tiempo, que esas instituciones no le dieron al pueblo español ni paz, ni progreso, ni prosperidad , ni prestigio , ni honra. Durante esos años la sociedad española caminó dando tumbos, de fracaso en fracaso , de mal en peor, de ruina en desprestigio.
Y es que las leyes y las instituciones no se importan y establecen como una máquina que se trae, se instala y se pone en marcha. Ya lo decía el gran Jovellanos, precisamente en los días en los que los extranjerizados reunidos en Cádiz al amparo de la escuadra inglesa y de espaldas a las realidades de España que combatía al invasor napoleónico mientras ellos plagiaban sus leyes: «Ustedes no son llamados a hacer una Constitución», y en otro Jugar añadía: [La verdadera Constitución] «es siempre la efectiva, la histórica, la que no nace en turbulentas asambleas ni en un día de asonada, sino en largas edades y fue lenta y trabajosamente educando la conciencia nacional con el concurso de todos …Constitución que puede reformarse y mejorarse, pero que nunca es lícito ni conveniente ni quizás posible destruir, so pena de un suicidio nacional peor que la misma anarquía. ¡Qué mayor locura que hacer una Constitución como quien hace un drama o una novela». Y preguntaba: ¿Por ventura no tiene España su Constitución? Tiénela sin duda, porque, ¿qué otra cosa es una Constitución que el conjunto de leyes fundamentales que fijan el derecho del Soberano y de los súbditos y los medios saludables de preservar unos y otros? ¿ Y quién duda que España tiene esas leyes y las conoce? Aquí Jovellanos señalaba todo el corpus de derecho público español, desde los Concilios toledanos hasta el siglo XVIII, tanto en la Corona de Castilla como en las de Aragón y Navarra. Constitución histórica, tradicional, consuetudinaria, semejante en cierto modo a la que fue siempre norma en Inglaterra.
Pues bien, desde 1812 y a través de todas sus plagiadas y retóricas Constituciones artificiales, España ha cometido eso que decía Jovellanos: un suicidio nacional. España lleva ciento setenta años suicidándose lentamente. Sólo por su gran vitalidad interior puede seguir viva todavía, aunque ya hoy gravemente enferma.
Esas leyes e instituciones extranjeras que, mejor o peor, funcionaron y funcionan normalmente en sus naciones de origen, aquí (y en Hispanoamérica) dieron siempre el peor de los resultados. Fue algo así como un alimento extraño que nos empeñamos en digerir aunque nos producía náuseas, o un traje que nos ponía grotescos.
Todos los ensayos demoliberales produjeron en España demagogia verbalista y verdaderas diarreas de mala retórica periodística que, tras unos procesos de irresponsabilidad, ineficacia y falta de normas y de autoridad, engendraban el caos. Y como en el caos no puede vivir ninguna sociedad, surgía la dictadura que venía a restablecer un mínimo de autoridad, orden y progreso material (obras públicas, etc.). Pero la dictadura trataba de perpetuarse, cometía arbitrariedades, empezaba a hacerse molesta y terminaba resultando odiosa.
Entonces el remedio era volver al ensayo demoliberal, y el ciclo se repetía. El nuevo ensayo terminaba igual que el anterior; y cuando la gente se hartaba de desorden e ineficacia, pedía una nueva dictadura que pusiese remedio al caos que la arruinaba, la ahogaba y la denigraba.
Es decir, que en España (y en Hispanoamérica) todo ensayo demoliberal nace ya preñado de una dictadura. Y toda dictadura viene a la historia condenada a desembocar en un ensayo democrático. Esa y no otra es la evidente realidad de nuestra historia contemporánea.
Durante esos más de ciento setenta años, de 1812 a 1983, España viene viviendo a bandazos, de la democracia y el desorden, a la imposición y a la dictadura. Tampoco puede negarse esto. El nada sospechoso don Benito Pérez Galdós, que vivió todo eso y lo observó muy atentamente con su formidable capacidad de observador, lo afirmó en un párrafo certero y clarividente: «Lo único que sabemos es que nuestro país padece alternativas o fiebres intermitentes de revolución y de paz. En ciertos períodos todos deseamos que haya mucha autoridad. ¡Venga leña! Pero nos cansamos de ella y todos queremos echar el pie fuera del plato. Vuelven los días de jarana y ya estamos suspirando otra vez porque se acorte la cuerda. Así somos y creo que seremos hasta que se afeiten las ranas».
En la historia de España desde la introducción del liberalismo acá, creo que bien podría establecerse esa tan acertada y realista división galdosiana: días de jarana y días de leña. Por ejemplo, ahora (escribo esto en 1983) estamos viviendo (y no sabemos por cuanto tiempo) días de jarana.
Ante todo eso, yo llegué a pensar, con sentido del humor, que los dictadores en España (e Hispanoamérica) cumplían una importante misión constitucional: evitar la disolución de la sociedad y darle un descanso y cura de reposo para que luego se pudieran entablar nuevas y briosas batallas democráticas. De ese modo, los interregnos dictatoriales venían a ser algo así como el descanso entre los dos tiempos de un partido de fútbol o los intermedios en un combate de boxeo. Por eso me atreví a proponer que entre todos los demócratas se elevase una estatua al Dictador, a un Dictador abstracto y simbólico, gracias al cual ellos venían subsistiendo y podían repetir por temporadas sus agotadores ensayos y rejuegos políticos, pues es muy posible que sin esos descansos dictatoriales, el demoliberalismo acabase devorándose a sí mismo y a la nación en un caso de monstruosa autofagia. Es decir, que al desgaste de la jarana tienen que suceder las calorías de la leña. Cierto es que la leña es aburrida y molesta y hasta a veces duele, pero tampoco es posible vivir siempre de jarana so pena de irse al otro barrio de una tuberculosis galopante.
Quedamos, pues, que así vamos de la jarana a la leña y de la leña a la jarana desde las Cortes de Cádiz. Prueba al canto. He ahí el exacto y verdadero proceso histórico de la España contemporánea. J.E Casariego, del libro inédito Las grandes razones históricas del Tradicionalismo español. Tomado de J. E Casariego BIOGRAFIA ANTOLOGICA Y CRITICA DE SU OBRA
https://periodicolaesperanza.com/archivos/ ,SOBRE EL CONSTITUCIONALISMO MODERNO:
La Constitución es un concepto [que] se concibe como acto constituyente [procedente] de la nación, emanado de la soberanía nacional o voluntad general. Esta soberanía nacional o voluntad popular sustituyen, a partir de la Revolución, a la “gracia de Dios”, a Dios mismo, como principio y fundamento de la legislación y del orden político. Cuanto en una Constitución se escriba, se hace como emanado de una convención o acuerdo de voluntades humanas, nunca como reconocimiento de algo que existe por sí y que trasciende a esa voluntad humana (…) Las Constituciones son todas ellas anticatólicas porque tienen como finalidad «consagrar» una injusticia (transgresión original condicionadora, a su vez, de cualquier otra injusticia ulterior del poder usurpador); es decir, tienen como objetivo servir de cobertura «jurídica» a un intruso (o grupo de intrusos) de turno que se erige a sí mismo, por la sola «razón» de la fuerza bruta y de la voluntad, en nueva potestad suprema sobre las familias españolas, hollando y pisoteando la legalidad de la multisecular Monarquía española. Por lo tanto, las Constituciones son todas ellas ilegales y nulas de pleno derecho, y no pueden, por consiguiente, recibir el acatamiento o aceptación de ningún católico.
RAFAEL GAMBRA https://fundacionspeiro.org/revista-verbo/2012/503-504/documento-430